Por Oscar Quezada / El Caribe Martes 19 de agosto del 2008 actualizado a las 1:55 AM
Cabo Haitiano, Haití.-Son las 4:00 de la tarde. Un grupo de mujeres, con calderos, fundas en las manos y sacos en la cabeza, caminan hacia la plaza Notre Dame. El sol arde más que nunca. Los niños corretean juguetones.
Los hombres comparten tragos, juegan dominó y esperan que comience la fiesta.
La alegría en Cabo Haitiano no es para menos. El pueblo está de patronales y las personas comienzan a movilizarse.
Hay negocios de todo tipo: ventas de huevos hervidos, carnes, salchichas asadas, jugos, paleteras y cervezas.
Las muchachas se arreglan el pelo y pintan de colores sus acentuados rostros morenos.
En la vieja ciudad colonial, bañada por el océano Atlántico y el calor de altivas montañas, nada impedirá el reencuentro de un pueblo laborioso y plenamente identificado con sus raíces.
Es 15 de agosto y Cabo Haitiano se dispone a venerar a su santo patrón Notre Dame.
Hay un regocijo colectivo, pero la decencia y el orden se imponen en una ciudad donde hay pocos policías y la vida transcurre en completa calma.
“Las riñas más frecuentes son interpersonales. Aquí no hay atracos, robos ni homicidios. Es raro que ocurran cosas como esas”, explica Charles Pierre Lesly, comisario de la Policía de Cabo Haitiano.
Una camioneta color negro se desplaza por las calles de Cabo Haitiano.
Es conducida por Livengston Pierre, un joven amigable que sin nadie pedírselo se ofreció a mostrar los encantos de la ciudad donde vive y defiende con ahínco.
Jovanny Joseph no es de Cabo Haitiano. Está viviendo en esa ciudad por asuntos de trabajo.
También forma parte del improvisado grupo de embajadores que completa Marie Onge, una complaciente señorita vestida de pantalón vaquero y blusa de tiros.
En Cabo Haitiano, la gente sonríe al hablar. Gesticulan contentos y comunican al mirar.
Por una calle, donde bancas de loterías y negocios de venta de comida son centros de inevitable atención, varios hombres empujan carretas que cargan bloques y diversas mercancías.
Con dentadura de comercial de televisión, Livengston ríe callado y mira a los periodistas.
Marie se hace cómplice de aquel mensaje silente. “En Haití, no es raro ver a un hombre cargando pesado. Eso es común”, explica en un fluido creole que Jovanny traduce.
Livengston conduce su camioneta a un estadio de fútbol ubicado al este de la ciudad.
El campo de juego está repleto. Un comité de bienvenida invita a disfrutar del encuentro entre dos equipos que se disputan el triunfo del deporte predilecto de los haitianos.
El partido terminó cerca de las 6:00 de la tarde. Abrazos y miradas amistosas engalanan el final de la contienda deportiva. La plaza Notre Dame es el próximo punto de concentración.
La noche promete ser inolvidable. Músicos e ingenieros de sonido tienen el compromiso de complacer las expectativas.
Ya pasan de las 7:00 de la noche. Marie hurga su largo bolso gris. Anuncia que tiene hambre. Entonces, invita a comer griot, banane frit y pikliz (carne de cerdo frito con repollo, zanahoria y picante).
Música en parroquia Notre Dame
Más de 5 mil personas se congregan frente a la parroquia Notre Dame. Y más de 20 músicos afinan sus instrumentos en una vistosa tarima armada en el mismo centro de la plaza.
Suena compa por donde quiera. Todos esperan ansiosos la participación de la orquesta insigne de la música tradicional de Haití: Tropicana D’ Haití, que ese día celebraba sus 45 años de fundación.
El maestro Pierre Pelota marca el inicio de una parranda que se extendió hasta el amanecer. La música comenzó a sonar y nadie pudo contener sus caderas.
Un hombre vestido de sacerdote se contonea embriagado por el compa y exhibe una bata blanca con un letrero que enuncia: Notre Dame, premier Soul mena du monde (primer Saúl del mundo).
Así, entre expresiones genuinas de identidad cultural y el comedimiento de un pueblo sereno, transcurrió la velada patronal en la segunda ciudad más importante de Haití.
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