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sábado, 8 de diciembre de 2007

HISTORIA DEL DOUMBWEY....

Habíamos llegado de Haití a Marsella en el mes de noviembre de mil novecientos noventa. La gente todavía podía disfrutar de la dulzura del final del otoño mientras que los parisinos comenzaban ya a mortificarse con la niebla, las lluvias y el tiempo típico de esta estación.
Empezábamos a encontrarnos y entender el funcionamiento de todo lo que hasta entonces era diferente para nosotros. Empezando por el espacio diminuto de las habitaciones en la ciudad universitaria. Incluso los edificios del campus daban el aspecto de ser enormes cajas amontonadas las unas al lado de las otras. A duras penas llegábamos a adaptarnos. De todas formas no teníamos mucha elección. Dicen que la adaptación es el mayor signo de inteligencia. Así que así mostrábamos la nuestra.
Ya fue duro durante los primeros días aceptar que teníamos en el mismo habitáculo con no demasiada privacidad, la ducha y el wc. Agravaba el hecho de que se solía utilizar de forma sucesiva, por las diferentes personas que compartían el pequeño estudio.
Sin embargo esto sólo es una forma de comienzo acerca de lo que realmente quiero compartir con ustedes: la parte culinaria.
En efecto como estudiantes teníamos derecho a utilizar el restaurante de la universidad que representaba un pilar importante d en las infraestructuras destinadas a hacer más agradable la vida del alumno y que aprovechara el máximo de tiempo en el estudio sin tener que ocuparse de asuntos de intendencia. En el estudio o en lo que dios daba a entender a cada uno.
La intención era buena. No cabe duda.
En esta época con diez francos teníamos para el almuerzo y otros diez para la cena. Habíamos ya oído las glorias de la famosa y exquisita comida francesa. Sin embargo aquello no era evidentemente uno de los restaurantes chics del centro de París. Así que nos sentimos francamente decepcionados.
Lo que aquellos cocineros nos ofrecían era básicamente platos simples y fáciles: filetes, guarnición de patatas o legumbres básicas, no siempre bien hechas.
De todas maneras la única solución era la adaptación. De haber tenido dinero hubiéramos salido a comer fuera. Pero no era el caso.
Pero no todo el problema venía del contenido del menú del restaurante universitario. Efectivamente las cantinas universitarias servían la cena de 18h a 20h. Era importante estar entre los primeros. De lo contrario estaríamos sometidos a un menú de reemplazo. O sea, peor. De esta forma nos las arreglábamos para estar allí hacia las 18:30. Teníamos que hacer una pequeña cola. Nos servían en un plato un cucharón de guisantes y zanahorias, dos salchichas fritas….
Entonces nos dirigíamos a una gran caja donde podíamos llenar el plato con pan. También un poco más lejos podíamos servirnos lo que ellos llamaban “ensalada” que no era más que unas escuálidas hojas de lechuga. A continuación tomábamos un postre. Había que decantarse por una fruta o un postre tipo yogurt natural. Por fortuna podíamos tomar como pan una o dos baguettes.
Pero a veces ocurría que esto no podía ser porque cerca de nosotros había alguna “criatura celestial”, o sea una chica, a quien hubiéramos querido gustar y parecer más refinado y de buenas maneras. Entonces preferíamos pasar hambre y contar con la posibilidad de la conquista. De esta manera, con la esperanza de poder flirtear con ella, y quién sabe, ir más lejos…la imitábamos para que se creara cierta empatía. El resultado era hacer lo que ella: Tomar muy poco pan.
Tal vez era ella la que nos imitaba a nosotros por exactamente la misma razón. En cuyo caso…el romanticismo llevaba a dos seres a comer menos para contemplar la posibilidad de un hipotético romance. Probablemente esos romances y escarceos nos llevaban a acostarnos muy tarde.
La sangre efervescente de la juventud y el deseo de descubrir nuevos horizontes, nueva lencería, nuevos fluidos corporales, nos hacía elegir trasnochar antes que estar en la cama a las ocho. Y solos.
Hay que recordar al lector que en la cuidad universitaria estaba prohibido tener frigoríficos en las habitaciones así que teníamos que acostarnos a las dos o tres de la mañana, habiendo hecho ya digestión de lo poco que habíamos comido. Y si a eso se le suma el esfuerzo físico y psicológico gastado en la conquista y diversión, nuestros estómagos se resentían. Aunque otras partes del cuerpo estuvieran francamente alegres.
Había una solución. La comida basura. Ir a una hamburguesería. Pero nuestra economía no se podía sostener si lo hacíamos cada noche. Había que inventar algo nuevo.
En la ciudad universitaria vivía un ingeniero de nacionalidad zaireña. Nos habíamos visto por casualidad alguna vez en los pasillos y cruzado en el restaurante. Nos aproximamos enseguida el uno al otro a través de la magia de compartir ciertos elementos morfológicos. Luego constatamos que no sólo compartíamos color de piel y rasgos sino también dificultades sobre la alimentación.
Esta persona, tenía un nombre “como para darle de comer aparte”, expresión metafórica que dicho sea de paso bien viene ya que el texto tiene que ver con lo gastronómico.
Significa que era impronunciable. Para hacerlo correctamente hubiera tenido que cortarme la lengua. Se asemejaba a esos sonidos ininteligibles que pronuncian los cronistas deportivos cuando narran los partidos de fútbol. Gritos entre sexuales e iracundos.
En efecto teníamos la impresión de que para pronunciar correctamente dicho nombre había que toser una vez, estornudar dos veces y volver a toser. Ése era su nombre africano. Por fortuna él también tenía un nombre cristiano fácil de pronunciar como Jean.
Un domingo de diciembre Jean vino a mi puerta. Tenía un aire de preocupación grave. Llevaba una pequeña agenda medio abierta. Después de saludarnos, abrió la agenda y me mostró un mapa. Me pidió muy humildemente que le enseñara en el mapa a ubicar Haití. Yo lo hice rápidamente. Entonces él me miró desde sus grandes ojos lanzándome una frase espontánea:
-¿Ah, sí? ¿ Eso es Haití?- A lo que yo respondí asintiendo con la cabeza y sin darle demasiada importancia.
Días más tarde, él me abordó de nuevo.
-Jopi, me decepcionó un poco ver la dimensión de tu país.
-¿Y por qué?- Contesté.
-En mi universidad en Zaire, el decano es de nacionalidad haitiana, muchos de los profesores más prestigiosos son haitianos también. Por esto pensaba que Haití era un país tan grande que podía deshacerse de los genios y mandarlos a la áfrica francófona.
De esta forma, a mi nuevo amigo le aclaré algunas dudas sobre mi país y se reforzó nuestra amistad. Hablamos evidentemente de más cosas, entre ellas de la común dificultad a la hora de la comida. Había que dar una solución.
Una mañana me sorprendió llevando algo en una bolsa de plástico. Era un objeto cuadrado que me mostró excitado. Lo había encontrado en la calle. Era un calentador eléctrico.
-Jopi, vamos a comenzar a cocinar.
-¿Con eso?- Pregunté yo.
-Claro.
Recordé que mi madre me había iniciado en el arte culinario en mi país, temiendo ella que quizás en mi periplo estudiantil por otros países no tuviera los medios de comer como “dios manda”. Las madres siempre tienen razón. Por fortuna yo recordaba mucho de lo que ella me enseñó.
Mi amigo no tenía muchos recursos económicos. Se ganaba algunos francos gritando la mercancía en el mercado. Con ese poco dinero se procuraba pequeños sacos de arroz, patatas y tomates.
Fue el primero en invitarme a saborear su creación culinaria. Ni siquiera su buena intención y su gesto generoso me impidieron pensar que aquello tenía un aire francamente incomible. Era una especie de salsa de tomate y flotando, insípidas, unas patatas cocidas troceadas.
De esta forma, el protocolo y el buen sentido me dijo que el próximo en invitar sería yo.
Decidí llevarlo a comprar los ingredientes adecuados al mercado para preparar mi “delicatessen”. Fuimos al mercado de productos exóticos y compramos pimientos, guisantes, arroz y especias. Iba a preparar algo simple. Guisantes con trozos de panceta y arroz blanco. Estaba delicioso. Nos encantó.
Sin embargo el plato estrella del almuerzo era sin ninguna duda los donmbwey.
Para hacer los donmbwey se prepara una pasta de consistencia firme, con agua salada y condimentada y harina. La mejor forma de preparar la pasta es la siguiente: se vierte harina en un platito, se prepara en una tacita un poco de agua salada a gusto. Y un poco de pimienta. Se hace un orificio en la cúspide del montículo de harina, donde se vierten unas cuantas cucharaditas de agua. Se mezcla paulatinamente, agregando harina y el agua a la mezcla hasta obtener nuestra pasta de consistencia firme y maleable. Después la masa se divide o reparte en varias bolitas de esferas de dos a tres centímetros de diámetro. Pero eso puede variar en función del tamaño deseado por cada cual. Las bolitas, llamadas “donmbwey”, están listas para incorporarse al caldo que está ya hirviendo. Se echan poco a poco, una por una evitando salpicar. Se deja hervir a fuego lento aproximadamente veinte minutos. Entonces se sirve.
Mi amigo me dijo que se había quedado maravillado de este “donmbwey”. Que era la invención mejor que él había jamás visto.
Para él le resultaba mucho más económico que comprar pan porque se necesitaba sólo harina, sal y agua. Con un poco de ajo y cebollita picada se podía degustar una salsa deliciosa acompañando al “donmbwey”.
Supe más tarde que él había aprendido a hacerla. Lo hacía por la mañana y por la tarde y que esta receta él la había transmitido a su familia en Zaire. Fue la invención del año para las familias de pocos recursos.

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