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domingo, 28 de agosto de 2011

Turistas haitianos son asaltados en las carreteras

SANTO DOMINGO (R. Dominicana).- Los asaltos a turistas haitianos en el tramo carretero Baní-Santo Domingo, parecen estar a la orden del día. El sufrido por una pareja, interceptada cuando se encontraba a 24 kilómetros de Santo Domingo, es narrado por la mujer en una nota publicada en el periódico Le Nouvelliste, editado en Puerto Príncipe. Por considerar el relato de interés para sus lectores, 7dias.com.do lo reproduce en versión libre del francés.
"Tengo un hijo"
Son las ocho y media de la noche. Muy tarde en una, carretera demasiado larga. Mi marido está en ascuas: la semana anterior unos haitianos habían sido atacados en la carretera que conduce a Santo Domingo. Acabamos de pasar San Cristóbal. Una valla indica que Santo Domingo está a 24 kilómetros. Está bien, más o menos en una media hora estaremos en nuestro hotel.
Una sirena me saca de mi ensueño. Las luces rojas y azules danzan en el retrovisor. Sin embargo, no vamos a mucha velocidad. Mi marido aminora la marcha y se detiene. La luz de un foco nos ciega. “¡Policía! ¡Policía! ¡Haitianos! ¡Droga!”. Todo pasa tan rápido… Un hombre desciende de su vehículo de “policía” y sigue gritando: “¡Policía! ¡Policía! ¡Haitanos! ¡Droga!”, y llega hasta la ventana del lado de mi marido, que intenta abrir la guantera para, imagino, mostrarles que nuestros papeles están en regla. El ruido de una pistola, el cañón apuntándonos, y la pesadilla comienza.
Nos hacen descender. No tienen uniforme, pero sí el aire de policías. Escucho a mi marido hablar en creole. Nos montamos en el vehículo de ellos, no sé muy bien cómo. Una Mitsubishi Montero DID Limited rojo granate. « Cheri, yo pran nou », asiente mi marido con un gesto de la cabeza y me toma de la mano. Veo a uno de los cómplices montarse en nuestro vehículo. Partimos rápido y damos una media vuelta en la carretera.
_ « Por dónde vamos ?».
_ « Cárcel de policía, si no hay droga no hay problema ».
_ « Señor ¿que droga? Estoy con mi esposo... ».
Nos cruzamos con una patrulla de la policía. Pánico. Uno de nuestros secuestradores se pasa al asiento trasero y se coloca mi lado, inmovilizándonos con su brazo izquierdo.
Salimos de la carretera; escucho a mi marido preguntarles si van a matarnos. Le dicen que no. Él continúa: “Tenemos un hijo, tiene 18 meses”. Le gritan que se calle y yo comienza a llorar. No quiero morir, quiero ver crecer a mi hijo. “Perdí a mi hermano durante el terremoto… mi madre no puede…”. Cierro los ojos cuando él me hace mover la cabeza con su pistola.
«Ave María Purísima, llena eres de gracia, el Señor es contigo”. Estos dominicanos deben crear en algo, ¿no? “¡Cállate! ¡Silencio!”. Mi marido me ruega con los ojos que me calle. Acepto, pero continúo rezando en silencio.
El reloj del vehículo marca las 10:45 de la noche. Nos alejamos cada vez más de la civilización. Es noche cerrada y no nos hemos encontrado con un solo vehículo ni persona desde hace por lo menos diez minutos. Y vamos súper rápido.
-- “Señor, dame el coraje de soportar lo que va a pasarme, pero que nada le pase a mi marido, que mi hijo tenga por lo menos a su padre”, digo en silencio.
Pienso en mi hijito. ¿Quién cuidará de él? A esa hora debe estar durmiendo. ¿Se recordará de mí? No me arriesgo a pensar en mis padres. “Señor, cuida a mi marido”. No me veo a mi misma anunciándole malas noticias a mi suegra. Pienso en mi madre, en mi suegra, en mi padre. Mi marido me confesará después que pasó todo el trayecto pensando en que al fin sabría a qué se parece la muerte. Y a preguntarse cómo moriría.
_ « Entiendo lo que pasa », la voz de mi marido ha cobrado seguridad.
_ «Y que pasa? », dice irritado el secuestrador a mi lado.
Apoyo a mi marido: « ¿Cuánto?».
_ «¿Cuánto dinero tiene?”.
Mi marido toma el mando de la conversación. Su español me impresiona. Le dice que nuestro dinero está en nuestro vehículo. Es entonces cuando nos hacen notar que la “yipeta” nos sigue.
_ «¿ Zanmi tiene goud? ». «Y la mujer? »
Responde que no tengo dinero. Es falso, y él lo sabe, pero lo dice para protegerme. Temo que esa mentira nos cueste la vida, que irrite a nuestros secuestradores.
_ « ¿Que quiere señor? »
_« ¿Cuánto dinero tiene? », repite.
Le digo que tengo dinero, que mi marido no lo sabía. Agrego que es su cumpleaños y quería darle una sorpresa comprándole un regalo.
_ «Feliz cumple», dice el chofer, que habla por primera vez. Hasta ese momento, se había contentado con cantar al ritmo de la radio. ¡Qué descaro!
Al fin nos detenemos. El que está sentado a mi derecha, desciende. El chofer también. “Querido, si debemos morir…”, las palabras me faltan. Él me mira y me tiende la mano. Lo hacen descender del vehículo, e intento seguirlo, pero me lo impiden.
_« Señor es mi esposo, es mi vida ».
El secuestrador me mira a los ojos y me dice: « No voy a matarte, no vamos a matarle; te vas para la guagua, la yipeta ».
Vacían nuestro vehículo. Desde el de ellos, veo pasar el forro de la goma de repuesto. Las fundas plásticas conteniendo nuestras provisiones para el camino, un sándwich a medio comer… Siento vergüenza por ellos. Veo pasar nuestras maletas. Mi marido vuelve, y yo desciendo. Nos obligan a montar nuevamente en el vehículo y me piden por señas que les entregue mi reloj.
Mis anillos de boda y de compromiso, mis prendas de fantasía. El anillo de boda de mi marido. La cadena que le regaló su abuela y que él nunca se quita del cuello. Los aretes que él me regaló. Uno de ellos vacía mi cartera. Bolsillo por bolsillo. Meticulosamente. Le hace la señal a mi marido de quitarse los zapatos, y los coge. Todo se desarrolla en un profundo silencio, como si el tiempo se hubiera detenido. Coge varias monedas de cinco gourdes. Tengo tanta pena de él que mis lágrimas comienzan a brotar nuevamente.
Nos hacen descender otra vez. Mi marido les dice: “Pasaportes”. Se los entregan junto a su billetera. También nos dejan mi cartera, mi billetera y nuestras tarjetas de crédito.
Veo brillar el llavero que me había regalado mi tía. Quieren tirar las llaves al río. Uno de ellos se interpone, las toma y le grita a mi marido “Mira, mira!”. Enciende su foco y lanza las llaves en el rayo de luz. Nos hace la señal de que ya no es responsable de nosotros y se va corriendo hacia la Montero, donde lo esperan sus cómplices.
Recuperamos las llaves y montamos en el vehículo. Robados, cansados, rotos, pero vivos.
Después supimos que el fin de semana anterior, dos familias habían sufrido la misma suerte en la misma zona. El personal del hotel, al que le narramos lo ocurrido, no pareció particularmente sorprendido. Ni indignado. La policía tampoco: no nos tomaron declaraciones ni la descripción del vehículo y los agresores. Escucho a uno de los policías hablar por teléfono mientras mi marido se esfuerza en hacerle comprender a otro policía lo que nos había sucedido: “Si, sí, haitianos”.
Nuestros representantes en la República Dominicana, quienes nos acompañaron y ayudaron a poner la denuncia al día siguiente, nos confirmaron que recientemente se habían producido numerosos ataques similares. Me digo que si hubiera tenido esa información quizá hubiera tomado un avión. O hubiera ido a otro lado.
Después del que sufrimos nosotros, por los menos dos otros asaltos han tenido lugar entre Baní y San Cristóbal, y en todos ha estado implicada la misma Mitsubishi.
Una sobreviviente

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