Por Emilio Cafassi Un domingo como este, un año atrás, dedicábamos la contratapa al dolor y la impotencia ante la catástrofe de Haití ("Ay(de)ti", 17/01/10). Fue la de entonces, la de esa vez, que se adhirió en infinita serie aritmética a la inveterada, la de siempre por siempre, la histórica en aquella isla en general y en su costado occidental en particular. La de hoy también, hasta que un mañana vuelva a alumbrar un indispensable punto final desde sus propias entrañas, esperablemente más estable y duradero que el de entonces. Una calamidad regular y permanente acompaña a esta nación desnacionalizada y exhausta, que no sólo cuenta con la renegación de sus razones y derechos y la voracidad de sus sanguijuelas, endógenas y exógenas, pasadas y actuales, sino también con la de una aún ambigua otredad o simple extrañeza hasta para nuestro propio campo inclusive: el de América Latina en su aún borrosa identidad y reconocimiento común y de sus complejas aunque vitales tradiciones izquierdo-progresistas, políticas e intelectuales.
Parece habérsenos desdibujado el eslabón haitiano, el primero de todos, en la aún débil cadena histórica de la emancipación americana. Fue la primera utopía de nuestro lado, tal como las avizoramos y deseamos, y hoy también casi lo es, aunque en un sentido sólo etimológico literal, exactamente inverso, como derivado del griego que significa en nuestra lengua "no" y ¼, "lugar", convergiendo su significando final entonces en "el lugar inexistente". Y esta acepción literal, empobrecida y ningunera es la que resulta indispensable resistir y superar cuando de mirar hacia Haití se trata. Ya es insoportable la existencia de Guantánamo como para admitir un cuasi campo de concentración parecido pero más grande aún y hasta con un barniz de supuesta legitimidad jurídica y apariencia soberana. Haití debe ser, como lo que fue en sus orígenes emancipados y apogeo, el mejor y más consecuente heredero americano de la joven revolución francesa y de los primeros pasos de esta aún inconclusa modernidad.
No fallan ni se borran las marcas en los calendarios mediáticos ni políticos sino la construcción contrahegemónica de la memoria o, más precisamente, la disputa por su sentido, relieve e interpretación. La cuestión central es siempre qué recordar (y qué omitir), cómo y qué acciones futuras exigirle a la evocación. O en otros términos, cómo convertir la memoria en una herramienta de cambio y superación. No es que hayan faltado actos, ni discursos. Al contrario, el presidente haitiano René Préval, por ejemplo, organizó una ceremonia en el lugar en donde se encontraba la oficina de impuestos haitiana, antes de que se desplomara sobre sus trabajadores. Sin duda su recaudación impositiva requiere de una nueva edificación y recursos materiales y humanos para el funcionamiento de la estructura fiscal, pero mucho más reclama una profunda reversión de la monstruosa inequidad distributiva que fue la principal causa de aquella masacre y de las actuales como la que se viene instalando hoy con la epidemia de cólera. No negamos la existencia de la naturaleza pero como sostuvimos en aquella oportunidad, sólo el detonador fue de orden geológico. Las verdaderas cargas explosivas que despedazaron Haití y la vida de una gran parte de sus ciudadanos fueron la precariedad político-institucional y la corrupción, la miseria extrema y la insolidaridad, el desprecio por la vida al que convoca inexcusablemente la anárquica "mano invisible" del interés privado, complementaria con su bien visible mano sepulturera.
El carácter catastrófico de una tragedia puntual no es una cuestión cuantitativa, sino inversamente, cualitativa. No puede mensurarse con números sino con conceptos, estrategias e institucionalidad. Toda muerte convoca al desconsuelo y al desánimo por su carácter irreparable pero la muerte evitable debe poder sumarle rebeldía y capacidad de lucha por la conquista de derechos, seguridades y garantías. Es decir, por la evitabilidad concreta de la muerte en primer término y de las penurias y resignaciones en los sucesivos. De eso se trata la conquista de condiciones materiales de vida. El primer ministro haitiano Jean-Max Bellerive sostuvo en las recordaciones que habían fallecido más de 316.000, reconociendo en consecuencia un incremento notorio respecto a la estimación anterior de 250.000. El presidente Préval declaró en el acto que "en cada una de las ciudades donde hubo graves consecuencias, construiremos un lugar para recordar este evento histórico trascendental que concierne a todos los que sufrieron una pérdida en sus familias. Tenemos que construir un lugar o un símbolo para recordar y no olvidar lo que sucedió con el terremoto".
Sería absurdo oponerse a la construcción de monumentos alusivos o a la difusión de precisiones estadísticas. Por el contrario, hay que apoyar estas iniciativas. Pero se trata de combatir dos movimientos complementarios que atenazan las potencias críticas cuando se detienen en estos meros gestos simbólicos. Por un lado, el amarillismo cuantitativista tan caro a los medios masivos hegemónicos, que hasta los programas televisivos argentinos "del corazón" se interesaron por la situación. Por otro, el naturalismo despolitizador que transfiere hacia la naturaleza o el azar las responsabilidades de los regímenes políticos y sociales. Haití no puede reconstruirse mediante un goteo de dádivas y caridad ocasional, combinadas con amenazas y represiones de cascos azulados con improvisados marcadores. Primero, por razones de indigencia de medios e imaginación respecto a la magnitud de la tarea, aún si se pensara tan pobremente como un mero retorno a la situación de un año atrás, con estabilidad telúrica. En segundo término, porque significaría producir un nuevo temblor pero ahora en la más elemental defensa de la vida y dignidad humanas.
No creo que alguien pueda pensar que las actuales acciones para la recuperación de Haití apunten a superar su pasado y menos aún a reconciliarse con sus orígenes libertadores. Baste pensar que el enviado especial de la ONU allí, el copresidente de la comisión de recuperación, es nada menos que uno de los corresponsables de la miseria haitiana: el ex presidente norteamericano Bill Clinton, quién reconoció que se volvería loco de enojo y frustración si tuviera que vivir como un haitiano refugiado pero su función allí es, según sus palabras, "ver a las personas de Haití creer en su Constitución, creer en su democracia y aceptar los resultados, sean cuales sean, del proceso de forma pacífica y positiva para que podamos seguir haciendo nuestro trabajo...". Tal como sabemos que aceptó respetuosamente su país con el Chile de Allende o el resto de las democracias del sur en los años '70. El tal trabajo aludido no parece ser muy constructivo, sino más bien una suerte de venta de estampitas, de confortamiento espiritual, de bendiciones laicas y profecías ideológicas poco efectivas cuando se trata de combatir el hambre, el desamparo, la peste y la desesperación. Durante su gestión presidencial no se destacó por el internacionalismo solidario como tampoco lo ejercita ahora su esposa en su rol de canciller, aunque debe reconocérsele al primero su oportunismo político y de bragueta cuando la ocasión lo permite. Por esta vía, Haití no sólo no se recupera sino que inclusive continuará desangrándose.
El solo hecho de haber logrado la segunda independencia colonial del continente americano (1804) y haber realizado la primera revolución negra antiesclavista y social de la historia, Haití merece en consecuencia el reconocimiento y la gratitud del más amplio arco izquierdo-progresista. Llegó a derrotar en su proceso al mismísimo Napoleón Bonaparte. La exacción de tributos a la que fue sometido el país caribeño por el chantaje militar francés, no sólo denigra y debe abochornar a los iniciadores de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad sino que exige la inmediata devolución indexada del saqueo para poder encarar una recuperación efectiva. Resulta absolutamente inmoral e inconcebible que Haití esté pagando una deuda externa (toda ella) que además de ilegítima resulta totalmente indispensable para encarar los primeros pasos de satisfacción de sus inenarrables necesidades.
La utopía literal con la que me permití caracterizar la realidad haitiana, está exigiendo los vientos solidarios que la transporten a la utopía literaria, aquella de Tomás Moro en la que al menos la duda polisémica entre el ou y el eu (que también del griego significa "bueno") se popularizó en nuestro imaginario como sinónimo de liberación y perfección, aún inalcanzable en el horizonte.
No se avizora hoy una reconquista de las hazañas de principios del siglo XIX, sino de una expansiva peste de entonces. Hoy el número de muertos por la epidemia de cólera asciende a 3.790, mientras que las personas afectadas por la enfermedad son ya 185.012, según un informe del Ministerio de Salud Pública y Población (MSPP). Soy consciente de que no sirve para la cura ni la organización, pero me es imposible evitar la cólera.
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. ex decano. cafassi@mail.fsoc.uba.ar
http://www.larepublica.com.uy/contratapa/438089-en-colera-por-haiti
Abrimos este espacio en 2007 cuando en Haití se hablaba también español debido a la presencia de los soldados latinos de la MINUSTAH. Una ventanilla de expresión hispánica para verse mejor . Después del 2010, el mundo hispano se ha acercado bastante a Haití. Sirvio para darse cuenta del distanciamiento de sus vecinos de culturas hispanas casi todas. Esta sigue abierta para recibir todos aquellos que quieran entender y ayudar a esta nación patrimonio de la humanidad.
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